Estando en la facultad, un lunes cualquiera, durante la segunda hora de clase ya acabando, y observando que los alumnos mirábamos el reloj fantaseando con salir a desayunar, nuestro profesor quiso amenizar los últimos minutos poniéndonos un ejemplo acerca de la necesidad de la vocación en el maestro.
Para ello, recurrió a una anécdota que le pasó hace tiempo a una de sus hijas. (No diré asignatura ni el nombre puesto que afirmó que su hija lo mataría si descubriera que contaba su vida durante sus clases y no queremos que eso ocurra)
Su hija, de pequeña, adoraba la música. Con tan solo 6 años ya escuchaba a los grandes de la música clásica; Y no solo eso, tenía talento y tocaba la viola.
Admiraba, sobre todo, a la mujer que le estaba enseñado, a su profesora. Era muy buena tocando y daba conciertos. Era una amante de la música.
Cuando aparecía en algún concierto, la niña iba a verla y escucharla ensimismada tocar; Hasta que, por fin con 7 años, ella misma tuvo su primer cuarto de hora de gloria y tocó en un concierto. Estaba obviamente emocionada y encantada de hacerlo. Su familia y profesora acudieron a verla.
Al terminar la función, sus padres se acercaron a felicitarla, pero para su sorpresa su profesora se agachó y la dijo:- era ¡Sí sostenido!
Ante aquello y para quitarle seriedad, su padre (mi profesor) contestó: bueno pero las doscientas notas restantes ¡las has hecho perfectas!
Al día siguiente dejó la música.
En silencio, entendimos perfectamente todos lo que nos estaba contando nuestro profesor. En su breve relato observamos la importancia del papel del maestro. Esta “profesora” no era más que una amante de la música, le parecía más importante que la pieza estuviera ejecutada correctamente a lo que hubiera significado para aquella niña el hecho de dar su primer mini-concierto. Demostrando esa prioridad vemos que puede ser una profesional en su materia, la música, pero en el campo de la enseñanza no tiene ninguna vocación y por lo tanto no sirve para enseñar.
Hay que tener en cuenta que aquello que ocurre en la infancia puede marcarnos toda la vida para bien o para mal, por eso el papel del educador es tan importante.
Esto es algo que todos los docentes deben tener presente y cuidar: El niño y su pensamiento es moldeable, a medida que crece va tomando forma, va aprendiendo, va definiendo sus gustos, personalidad, limando o disimulando sus defectos… dejando atrás la ingenuidad la inseguridad… y nuestro deber es sacar lo mejor de cada uno y que se desarrollen plenamente.
Muchas veces pienso en la niña de la historia; Si esto le hubiera ocurrido ya de adulta con una personalidad más asentada, en el momento de plantearse la pregunta de “¿debo seguir con la música?” (Irónica y) automáticamente se hubiera respondido con un: Sí sostenido.
¿Vosotros que opináis?
¡Saludos!
Verónica Alcalde Laserna